Franz Liszt, considerado como un renovador de formas, es, según Vladimir Jankélévitch, el paladín de la modernidad musical, el que mejor supo expresar, después de Chopin, el nuevo giro estético de la Europa del siglo XIX, opuesta al universalismo abstracto de la sinfonía y al totalitarismo del conservatorio vienés.
Con la afirmación de los derechos nacionales e incluso provinciales, el así llamado salvajismo de la rapsodia da por fin la espalda a la música solemne, y comienza la revolución de la humildad. Liszt, en consonancia con su mundo, dio voz así a lo terreno, igual que Victor Hugo hizo con los miserables y, de este modo, junto a las piezas de Músorgski, Bartók o Albéniz, se fueron abriendo nuevos territorios musicales, comenzó la era de la improvisación.
La obra de Jankélévitch, gran apasionado del compositor húngaro, combina en este estudio la filosofía y la música, y desbroza nuevos paisajes poéticos alrededor de la estética lisztiana, cuyo alcance es, a día de hoy, todavía inconmensurable.
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