En una carta a Harold Ober, su editor, Francis Scott Fitzgerald le explicaba que concebía sus relatos como si fueran novelas. No se refería a la extensión naturalmente, ni a la complejidad de la trama, sino a las emociones que debían provocar, a su capacidad de conmover a los lectores. Esta explicación quizás encierra la clave de su modo de concebir relatos. Los mejores de ellos, que son muchos, podrían haber sido novelas. Por la hondura de los personajes, por el absoluto dominio sobre la historia que se está narrando, por la capacidad de hacer visible aquello que no se narra y que el lector descubre. La insistencia en las emociones recorre toda su obra, marcada por una serie de temas en los que probablemente sea el maestro indiscutido: las ambiciones de la juventud, el miedo al fracaso, las diversas y dolorosas maneras de desperdiciar una vida, el desamor, la soledad, lo irrecuperable. No hay que olvidar que uno de sus textos más célebres se titula Bancarrota emocional.
Como tantos otros novelistas, Fitzgerald durante largo tiempo fue menospreciado como escritor de cuentos. El tiempo corrigió este desdén. Algunos de sus relatos son obras maestras y están entre lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XX. Baste mencionar Babilonia revisitada, El diamante tan grande como el Ritz o El extraño caso de Benjamin Button.
Esta antología preparada por Carlos Gamerro es una muestra reiterada de ese talento, de una voz distintiva. La prosa clara e iluminadora de Fitzgerald sorprende y emociona igual hoy que en su tiempo. Aquello en lo que tanto trabajó constituye su triunfo póstumo.
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