Una estatua del Botánico, un pullover tejido con ochos, unas postales de viajes que se envían del correo de la esquina, chocolatines Jack o Topolino, comida preparada de a dos —"¿A quién podría contarle la extraordinaria sensualidad de una cena de salchichas frías y humo de 43/70?"— son las piezas entrañables del tiempo en que una madre sola y su hijo han pasado juntos hasta el secuestro o muerte de ella. Sin embargo, Una muchacha muy bella no es un testimonio sino de una ficción y su narrador. Este narrador no será un H.I.J.O. con puntitos en el medio sino quien narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración ni en los tribunales —a la picana no le interesa Titanes en el ring ni cómo se hace un traje de extraterrestre; esos datos suelen ser irrelevantes para los jueces—: el testigo-narrador no recuerda para evocar la vida de una víctima sino para hacer existir a su madre bajo la luz de su mirada amorosa, con la precisión de sus metáforas, la misa a las pequeñas cosas. Con una prosa finísima y una morosidad de detalles propia de la letanía pero también del poeta, Julián López ha escrito un libro inolvidable.
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