Ya la crítica histórica había reparado el silencio de la historia acerca de Cristo, y señalaba como sospechosos los pasajes de algunos pocos historiadores profanos de aquella época, a quienes era poco menos que forzoso inclinarse a favor de la existencia histórica del pretendido fundador del cristianismo, mientras la exégesis bíblica había reducido el Antiguo Testamento a un obra en gran parte apócrifa y sugerida por la casta sacerdotal para edificación de los fieles. Otro tanto venía haciendo respecto del Nuevo Testamento, dejando en pie bien poca cosa de lo que se quiere hacer pasar por histórico. Por otra parte, la ciencia mitológica, ayudada por la filología, por la arqueología y por las descubrimientos de los viajeros, había afirmado que las leyendas, los mitos, las narraciones y los preceptos de Antiguo y del Nuevo Testamento no son más que variaciones hechas sobre las leyendas, mitos, narraciones y preceptos de la misma naturaleza preexistentes al cristianismo, sobre todo en China, en la India, en Persia, en la Mesopotamia y en Egipto. Este examen, emprendido desde luego sin concepto alguno teológico o anti teológico, sólo por amor a la hacia la verdad, encamínase a la conclusión de que Jesucristo no ha existido nunca.
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