Tal vez los codos apoyados en la mesa de trabajo, inmóvil y perdida la mirada en la parca lejanía del muro de su casa, o más tarde complicada en las mantas del insomnio, lánguida la mente y peresoza, harta de su ruido y de su afán de puro entendimiento.O no y de pronto al amparo de una pausa repentina en la inercia del día y sus fastidios, a salvo en un nicho de sí misma apenas descubierto, un rincón sosiego y sin embargo alerta, tibio y con ráfagas de frío en la conciencia, en esa orilla que acaba siendo centro, oscilando su equilibrio su equilibrio entre los filos del miedo y de la risa.Fue entonces que quizá por primera vez oyó la vieja resonancia de las cosas, el suave impulso de su aliento y luego el trazo en el aire o en la espalda de un contorno, tal vez un hilo de humo movido a contraluz que sería una sola de sus letras, delicada, larga y sinuosa como eran antes del pixel, u luego hacerse un verso que se engarza o se suspende en la esquiva materia del sentido, y así quedarse muda entonces de soprpresa y extraño regocijo ante el suave relieve del poema en la severa blancura de la página.
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