De esta obra, espléndidamente traducida por el escritor Hernán Bravo Varela, podríamos decir lo siguiente: Cada generación, sostenía José Emilio Pacheco, debe traducir de nueva cuenta a sus clásicos. El caso de la estadounidense Emily Dickinson exige tomar dicha sentencia al pie de la letra. Autora de casi dos mil poemas prácticamente inéditos, su leyenda ha ejercido una fascinación impar en lectores, críticos y artistas de todo el mundo. Del primer al último texto, Dickinson jamás pensó en títulos, secciones o conjuntos, sino en las células numeradas de un organismo vivo. A su muerte dejó cuarenta volúmenes manuscritos como un diario sin fechas redactado en verso. Un diario cuyas páginas, pese a las numerosísimas traducciones e interpretaciones que ha tenido, siguen abriéndose con la misma frescura y urgencia, con el mismo e intacto misterio, de su redacción. Los veinticinco poemas que conformarán el volumen Carta al mundo. Veinticinco poemas de Emily Dickinson pueden ser leídos como averiguaciones, entre domésticas y subatómicas, sobre la conciencia, la naturaleza, el ser, la muerte, la inmortalidad o el deseo; breves misivas al futuro. En el fondo de su buscado anonimato, Dickinson deseaba dialogar —discretamente, si se quiere— con el mundo. Sus poemas quizá no fueron concebidos para leerse en público, pero sí para ser entregados en propia mano a su lector imposible y póstumo. El volumen propuesto aspira a cumplir tal encomienda, a ofrecerle nuevos lectores. Si Dickinson no recibió carta a vuelta de correo fue porque su dirección era la misma que la de su colectivo e incógnito destinatario.
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